Gustavo Chopitea - Analista del grupo Agenda Internacional
El comunismo ha sido siempre absolutamente incompatible con un sindicalismo con capacidad de decisión propia. Porque no admite que en materia económica o social haya otro centro de decisiones distinto al del Partido Comunista. Por esto no es extraño ni debe llamar demasiado la atención que los gobiernos que se autodenominan “bolivarianos” (para utilizar un eufemismo que -de alguna manera- permite disimular su verdadera naturaleza: la marxista) tampoco admitan la actuación independiente de los sindicatos.
Así acaba de suceder abiertamente en Venezuela, una nación hoy en bancarrota, pero cada vez más radicalizada políticamente y más militarizada en los hechos.
José Bodas, el secretario general de la Federación Unitaria de Trabajadores Petroleros, ha sido detenido -junto con otros nueve trabajadores de la Federación- por el increíble delito de exigir en una asamblea gremial que se apruebe un contrato colectivo. Se trata de una muestra más de una de las más feas realidades de la actual Venezuela: la de la criminalización de la protesta.
La detención de Bodas y sus correligionarios se produjo durante una asamblea sindical en Puerto La Cruz. Intervino en el operativo de represión la propia Guardia Nacional, lo que ha hecho sonar las alarmas de los dirigentes sindicales de todas las corrientes.
Lo sucedido, sin embargo, no debe sorprender a nadie. Tarde o temprano el autoritarismo no tolera al sindicalismo, salvo que este acepte mansamente convertirse en apenas un agente del poder político.
Lo mismo sucede con el Poder Judicial. Los autoritarios suelen designar jueces adictos dispuestos a actuar sin independencia ni imparcialidad alguna, siguiendo las directivas que reciben del Estado, sea en temas genéricos como en el tratamiento específico de las causas en las que deben pronunciarse. Por esto, en tiempos de la guerra fría las disputas comerciales se excluían del aparato judicial y eran dirimidas en mecanismos arbítrales que, cuando se trataba de inversores extranjeros, operaban en la jurisdicción de las cámaras comerciales privadas. Así lo hacían con relativa eficiencia y una cuota de independencia que, en los regímenes autoritarios, desparece enseguida del Poder Judicial.
Ocurre que la concentración del poder propia de los regímenes autoritarios no tolera que nadie que no pertenezca al aparato político pueda tomar decisiones con algún grado de independencia. Ni los sindicalistas, ni los jueces. Toda una tragedia para las libertades individuales, que suele no advertirse a tiempo.